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Lo importante

1/31/2017

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​Mi padre me dijo un día que hay dos momentos en la vida en los que estamos en la más completa de las soledades. El primero, es ese momento en el que pasas de lo desconocido a lo conocido. Cuando naces. El segundo, es ese momento en el que pasas de lo conocido a lo desconocido. Cuando mueres. Ese preciso instante en el que los dos sucesos acontecen, siempre será un tránsito solitario, aunque estés rodeado de la mayor de las multitudes.

Así que él, por encima de sus creencias y de sus ‘no-creencias’, que son suyas y de nadie más, decidió vivir la vida teniendo en cuenta esas dos verdades físicas. Y decidió también disfrutar el tránsito entre ambas lo máximo posible. Lo máximo que él mismo decida permitirse. Disfrutar lo conocido, sin perder un segundo en pensar en lo desconocido. Sin culpas. Sin remordimientos. Sin penas. Sin lastres. Sin pesados pasados. Alejado de pensamientos opresores sobre futuros inciertos. Intentando ser un buen tipo mientras viva. Querer. Sentirse querido. Sin más aspiraciones. Sin más preocupaciones. Me lo dijo después de haberme contado que mi abuela había fallecido. Sentados los dos sobre mi cama. Con los pies descalzos. Mirando hacia la ventana. Yo tenía 19 años.

​Cuando tengo un día complicado, me siento en la cama. Miro a la ventana, y recuerdo aquella conversación. Me descalzo y piso el frío suelo con fuerza. Y soy consciente entonces, de que estoy en mi tiempo de juego. Limitado. Que durará lo que tenga que durar. Y me olvido de aquello que me preocupa. Dejo las mochilas que me oprimen. Que realmente no son necesarias. Porque para viajar, no hace falta tanto equipaje. Tan solo hace falta recordar, lo que ha de ser recordado. Lo indispensable. Lo importante.

Foto & Texto: Belén de Benito (17)

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Ojalá

1/24/2017

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Ojalá tuvieses la oportunidad de conocer el mundo de otra manera. Tal y como yo lo descubrí. Ese tránsito de medio niño a medio hombre. Tan importante. Tan indispensable. Ese torrente imparable que debería fluir de otra manera. Como un lago congelado cuando comienza el deshielo. Sin prisa. Sin tanto exceso de información. Descubriendo tu camino paso a paso.

Ojalá sepas encontrar los momentos. Los propios. Los ajenos. Los adecuados. Esperando las risas, las voces, los gestos, las miradas. El tacto. El primer beso. La vida. Es una era complicada la tuya, hijo mío. Desconocida aún. En la que el texto ha reemplazado a la palabra.

Ojalá el teléfono de casa volviese a acelerarnos el corazón. Que tu hermano y tú os peleáseis por contestar. Por hablar. Como hacía yo con el mío. Ahora ya no suena. Nadie llama. Aún recuerdo cuando tenía tu edad. Ese momento mágico en el que llegaba a casa y ansiaba que alguien me hubiera llamado, alguna amiga, o mejor aún, aquel chico que tanto me gustaba.

Ojalá pudieras sentir ese cosquilleo al salir de casa. Vagabundear por la ciudad hasta encontrar a tus amigos. Ir de calle en calle buscando a alguien que te gusta. Hablarla en silencio, con la mirada. Y pensar que quizás, sólo quizás, ella sienta lo mismo que tú. Emocionarte con la imaginación. Esperar que algo pase. Sin prisa. Sin fríos mensajes directos. Sin atajos, que suelen resultar siempre tan desilusionantes. Ten paciencia. La vida es para vivirla sin prisas.

Ojalá no te precipites en un abismo incontrolado de mensajes escritos, de redes sociales descontroladas, de ‘guachapeos’ locos. Aún eres demasiado joven. Toda la magia que teníamos antes, se ha convertido en una única marcha directa, sin freno. Todo el romanticismo, se ha transformado en un simple y escueto texto, acompañado de emoticonos. “Me gusta”. Tan simple. “No me gusta”. Tan complejo.

Ojalá no tengas que ponerte unos guantes de plástico para protegerte de esta fría y aséptica vida a dos pulgares que te ha tocado vivir. Una vida de quirófano. De nucas agachadas. De conversaciones mudas. Marcada por la distancia que separan dos terminales. Esa distancia que da rienda suelta a la valentía y a la cobardía a partes iguales. Esa distancia que acorta el pensamiento. Que hace enmudecer a los sabios, y libera la verborrea incontrolada de los más necios.

Ojalá no te pierdas entre este silencioso bullicio, y sepas encontrar el camino de baldosas amarillas. Aún está allí, al fondo. Oculto tras los emoticonos de los aplausos, la mierda, y la flamenca. Confío en ti.

​Texto & Foto: Belén de Benito (17)

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La sonrisa que dibujan nuestros labios

1/17/2017

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Se llamaba Teresa. Era la madre de mi padre. Entregada esposa, lo habitual en aquella época. Y pianista, algo exótico, sin duda. Se murió con 24 años. Demasiado pronto. Demasiado joven.

Cuando tenía 13 años, conocí a una mujer excepcional. Ella había conocido a Teresa. Me contó que, mi abuela, era una persona única y especial. Con estrella. Diferente. Hipnotizante y cautivadora. Y que era una maravilla escuchar la magia que creaba acariciando las teclas de un piano. Me dijo también que, mi parecido físico con ella era, simplemente, asombroso. Y entonces, mi curiosidad se desató.

Fue mi abuela. Fue ella. La que creó esa nostalgia en mí. Esa nostalgia incontrolable, imparable y emocionante, que me invade cuando encuentro una vieja foto. Un antiguo pasaporte. Un trozo de tela. Una olvidada carta de amor. Fue ella.

Rebusqué durante años. Fascinada por lo nunca conocido. Creando un pequeño puzle con su corta existencia. Tan trágica y tan romántica a la vez. Y encontré ese gran parecido del que me hablaron. Asombroso, sin duda. Tal como aquella mujer me contó. Su pelo largo, oscuro y rizado. Sus manos. Su sonrisa. Su amor por la fotografía. Su fugaz historia se congeló en el tiempo, gracias a la cantidad de imágenes que ella se esmeraba en preservar. Instantáneas de todo tipo. Inusuales para aquellos años.Fechadas, la mayoría de ellas, entre 1926 y 1942.

Y hallé. Y guardé mis pequeños tesoros. Una medalla grabada con su nombre, marcada por las hendiduras de los mordiscos que le daba con sus diminutos colmillos, tal y como hacía yo de pequeña cuando me aburría y me impacientaba. Un recordatorio de su comunión. Un doblado programa de uno de sus recitales de piano. Hasta su triste y temprana esquela. Lo encontré todo. O al menos eso pensaba. Hasta que me di cuenta de que no, de que aún no había encontrado lo más importante.

Y es que, hay que mirar. Mirar. Ese verbo que se conjuga más allá del ver. Y un día miré. Me fijé. Y lo encontré. Tanto tiempo buscando, sin saber qué, sin pararme en ese detalle. Ese detalle que hacía que todo cobrara sentido. Observé que todas aquellas imágenes llevaban un texto. Pequeños mensajes que ella escribía a mano. Sus palabras empezaban siempre en una esquina de la parte frontal, y acababan llenando toda la parte trasera. El primero que leí era de 1936, acompañaba acertadamente a un retrato suyo, y decía así: “Con suave melancolía, se recuerda a las personas queridas, pero al corazón no le bastan los recuerdos, es preciso saber, que cuando se pronuncia su nombre, rueda una lágrima por la mejilla, que se apresura a besar, la sonrisa que dibujan nuestros labios”.

​El puzle ya estaba completado. Y lo entendí todo. Todo. Fue ella. La que creó esta necesidad en mí. La que me enseñó. La que me transmitió la importancia de plasmar con fotos, y con palabras, lo que un día fui, lo que ya soy, lo que espero llegar a ser. Fue ella la que marcó mi camino. Gracias Teresa. Gracias abuela. Gracias por dejarme conocerte, sin haberte conocido.


Foto & Texto: Belén de Benito (17)

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Soñar despìerto

1/10/2017

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​Suelo callejear sin rumbo fijo. Sola. Recorro las calles de mi ciudad. Las cercanas. Las lejanas. Andando. Conduciendo. Callejeando. Carreteando. “Hay que viajar lejos, hay que viajar cerca”, dice mi padre. Y yo obedezco. Y como buena melancólica empedernida, en el camino, me voy aferrando a mis costumbres, a mis lugares. Como los perros cuando marcan sus esquinas.

Hace ya tiempo que me paro frente a la verja de Villa Graciela. Lo hago con frecuencia. Agarro los viejos y olvidados barrotes con mis manos. Apoyo la cara y miro. Observo como las sombras van cambiando a lo largo de las horas del día. Como iluminan y ensombrecen su hipnotizante nombre. No tengo ni idea de quién habitó esa casa, pero me fascina dejar volar mi imaginación. Veo esa puerta y pienso en la cantidad de veces que habrá sido abierta. En la cantidad de veces que habrá sido cerrada. Y me imagino a Graciela el día que plantó su serpenteante buganvilla. Sólo una persona con sensibilidad, elige una planta así para adornar su entrada. Puedo hasta verla. La visualizo leyendo un libro. Sentada en una vieja silla, con un sombrero en la cabeza. Rodeada de niños que juegan y corretean. Ella sonríe mientras levanta la cara. Y hasta parece que me mira. Esa casa es como una buena lectura. Te hace soñar despierto.

Ahora está abandonada. Silenciosa. Cerrada. En venta. Y es inevitable que piense que, un día, ya no podré disfrutar de la relajante y maravillosa rutina que me genera ese mágico lugar. Y es inevitable pensar en lo efímera que es la vida. En lo rápido que pasa todo. Cómo construimos nuestros mundos. Y cómo el tiempo implacable acaba borrando tantas historias anónimas. Desconocidas. Las propias. Las ajenas. Todas.

​Así que lentamente suelto mis manos de esa verja y agradezco a Graciela, esté donde esté, el haber creado un pequeño paraíso que me hace navegar en el tiempo. Pensar. Recapacitar. Que la vida es breve. Que todo llega. Que todo pasa. Y que de nosotros depende, sólo de nosotros, lo que nos llevemos en el tránsito.Mientras pueda, seguiré pasando por tu maravillosa casa, viendo como ese precioso jardín va cambiando con cada estación, recordándome el veloz paso de las manecillas del reloj. Gracias Graciela. Precioso nombre para una mujer que quiso adornar su vida con una buganvilla.

Texto & Foto: Belén de Benito (17)

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Nadie te recordará

1/3/2017

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​Hay una pregunta esencial que me hago cuando pierdo el Norte. Sí. No es nada de lo que estás imaginando. Nada trascendental. Es más bien una pregunta sencilla. Simple y directa. Una pregunta que tiene una única respuesta. Una respuesta que, curiosamente, nadie acierta.


¿Quién inventó la electricidad?

Seguro que el primer nombre que te ha venido a la mente ha sido Edison. Nos pasa a todos. Edison. Bell. Tesla. Muchos nombres que se precipitan.Pero, probablemente, ninguno será el correcto. La electricidad, en realidad, no se inventó. Se descubrió, y se utilizó. Y en ese proceso, que llevó muchos años, intervinieron muchas personas. Personas que, quizás, no recuerdas. Personas que, quizás, ni conoces.

​Así que constantemente me repito lo mismo. Para que no se me olvide. Como un mantra.

​“Nadie te recordará. Nadie. Hagas lo que hagas. Aunque consigas meter la electricidad en un cable y cambiar el mundo. Nada es tan importante como tú crees. Nada. Despierta. Abre los ojos. Quizás recuerden tus actos. Actos sencillos, como abrazar cuando alguien lo necesite. Actos importantes,como inventar la bombilla. Actos al fin y al cabo. Recordarán tus actos. Lo que tú hagas. La huella que dejes. Pero no a ti. Así que no te agobies. Vive tu vida. Sin prisas. Sin pausas. Como tú quieras. Relájate. Disfruta. Sólo depende de ti. De nadie más. De cómo la enfoques. De cómo la vivas. No critiques. No condenes. No te quejes. Sonríe. Llora. Canta. Baila bajo la lluvia. Juega con tus hijos. Visita a los tuyos. Llama a los que quieres. Olvida a quien te apetezca. Sigue. Para. Habla. Escucha. Mira a los ojos. Siente. Es tu vida. Sólo tuya. No hay excusas. Y ten siempre presente, que, hagas lo que hagas, si nadie se acuerda del de la luz, qué cojones se van a acordar de ti”.

Texto & Foto: Belén de Benito (17)

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