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Invisibles

12/6/2016

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César fue, sin saberlo, un engranaje imprescindible en mi vida. Él era un hombre mayor. Menudo. Siempre con su boina y con su dalle. Yo era una niña de siete años, desdentada y gritona. Una pareja peculiar la nuestra. Una pequeña mocosa y un anciano. Invisibles para el resto del mundo.

Él hablaba poco, pero con fundamento. Yo hablaba demasiado, pero sin sustancia. Nos complementábamos. Él me escuchó cuando nadie lo hacía. Me miró. Me habló sin palabras. Me dejó estar. Me dejó ser. Me invitó a compartir sus rutinas en un pueblo en el que apenas había niños. Siempre con una sonrisa en la boca. Siempre regalándome su tiempo, su espacio. César me enseñó a estar en silencio. A observar lo que había a mi alrededor. Me enseñó que mirar, no es lo mismo que ver.

Un día, mientras estábamos en un bosque rodeados de eucaliptos, un corzo cruzó tranquilamente. “Mira, es un corzo. El corzo es invisible para la mayoría de la gente. Sólo el que sabe mirar tranquilo, es capaz de disfrutar de su presencia. Sólo un invisible es capaz de ver a otro invisible”.

César me enseñó a usar el dalle, a saltar un pastor eléctrico, a no tener miedo a los cementerios, a recoger el maíz, a montar encima de una yegua sintiendo su piel, sin estribos, sin bocal, sin montura. Con él contemplé infinidad de atardeceres, bailé bajo la lluvia hasta calarme los huesos, ordeñé vacas, asé castañas al calor de la lumbre, quemé rastrojos, perseguí mariposas, cacé grillos, cuidé gorriones y ratones, y saqué topos de sus madrigueras.

Hace poco hice esta foto de un corzo. Me acordé de César. De aquel día en el bosque. Y pensé que parte de como soy ahora, se lo debo a él. Y pensé en todos aquellos adultos que me saludaban cuando era niña. Que me hablaban. Que me sonreían. Que me escuchaban. Eran pocos. Por eso me acuerdo. De todos y cada uno de ellos. César, Polonia, Benita, Jesús, Paco, Luis, Marta, Lola…

Personas que te arropan, que te valoran, que te quieren, que afianzan tus cimientos, que tatúan tu infancia de buenos recuerdos. Personas que son capaces de sentarse en un bosque, mirar a un corzo, y disfrutar. Personas que son capaces de sentarse en una silla, mirar a un niño, y disfrutar. Invisibles.

De vez en cuando me olvido y hablo de los niños en tercera persona, como si yo hubiera nacido adulta, ya aprendida, ya enseñada, horrorosamente perfecta, horriblemente encorsetada. Como si nunca hubiera jugado, saltado, actuado de forma incontrolada. Como si nunca hubiera sido “cachorro de nada”.

De vez en cuando me olvido y hablo de la gente mayor en tercera persona, alejada, ajena, desvinculada. Como si estuviera a salvo de arrugarme, de envejecer, de morir. Así que vuelvo atrás y recuerdo. Y vuelvo a aquel bosque con César y el corzo. Y recuerdo que en la mirada de los niños está nuestro origen, y que en la mirada de los ancianos está nuestro destino. El que no sepa verlo, es que no sabe mirar. Es que nunca fue invisible, y que nunca lo será. Es que no sabe de dónde viene, ni a dónde va.

Texto & Foto: Belén de Benito (17)

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